Las jineteras también se casan

Written by on 11/05/2015 in Literatura, Relato - No comments
Literatura. Relato.
Por Ismael Sambra…

Jinetera

Para Reinaldo, su propia historia,

Calabozos de Versalles-hospital de Boniato, febrero-mayo de l993

 

Yo no quería ir, y cuando vi llegar las figuras maltrechas y desaliñadas de los alemanes, supe que había hecho lo mejor. Me pidieron algo refrescante para beber, porque traían todo el sol de Santiago saliéndose por los pómulos.

Gunter parecía el más sofocado. Había servido de padrino de la boda y para la ocasión había comprado un traje azul en una de las tiendas de confecciones exclusivas para extranjeros, de esas que recientemente habían inaugurado en la ciudad con precios exagerados. Pero quería quedar bien con Robert, a quien acababa de conocer en el paquete turístico y sobre el cual llegó a sentir un afecto repentino, casi lastimoso, después que imaginó y luego comprobó la clase de tipa que era su prometida: una mulata flaca y desencajada llamada Beatriz, con más capacidad para aprovecharse de todo que para entregar nada.

—Reinaldo —me dijo Gunter—, aquello fue un desastre. No había dónde sentarse. No comimos, no bebimos y además demasiada gente. ¿Así son las bodas aquí?

Tuve que decirle que no, que seguramente fue porque todo se hizo con demasiada precipitación. Pude haberle explicado sobre la crisis económica, sobre las escaseces y necesidades del país, sobre el embargo yanqui, sobre los efectos del derrumbe del socialismo, que para eso nos habían dado un seminario político; pero no, no estaba para charlas y ellos tampoco. Además ellos eran otra cosa y seguro que no iban a entender.

El día antes Robert me contrató para que le sirviera en algunas gestiones de la boda; porque, además, a Beatriz se le había metido en la cabeza casarse por la iglesia vestida de novia. ¡Qué descaro, después de haber andado y desandado tanto, pues tiene hasta un hijo de no se sabe quién!

Alquiló un carro y le llenó el tanque. Él no quería conducir y tuve que servirle de chofer. Fuimos al Santuario de la Virgen de la Caridad del Cobre en las afueras de la ciudad, y a pesar de que el cura tenía ese día otra ceremonia, finalmente estuvo de acuerdo: Robert había colocado un billete de cincuenta dólares delante de la Virgen, donde otros valiosos ofrecimientos se exhibían, como la medalla del premio Nobel de Literatura Ernest Hemingway y que en más de una ocasión intentaron robar, pues los ladrones suponían que era de oro. «Comprendo, comprendo la necesidad que tienen, hijos míos, y no puedo negarme a la ceremonia… ¡Claro que pueden tirar fotos también!». Agregó.

Robert siempre me buscaba para que le sirviera de guía y como ya habíamos hecho bastante amistad desde sus viajes anteriores, también me utilizaba como paño de lágrimas para sus penas; porque Beatriz era despiadada; porque sabía que el infeliz estaba enterrado hasta los cojones. Robert me preguntaba que si yo pensaba que Beatriz lo quería, y yo no sabía qué responder; pero terminaba diciéndole que sí, que lo demás era problema de su carácter que ella podría superar.

Recuerdo el año pasado —porque Robert comenzó a viajar a Cuba con más frecuencia después que la conoció—, estaban sentados a la barrita y yo les servía algunos tragos desde hacía un buen rato. «Reinaldo —me dijo de pronto—, me duele el corazón», y ella lo miraba con indiferencia, con una mezcla de desprecio y burla, más bien molesta, porque sabía de dónde le venía el dolor, a qué clase de dolor se estaba refiriendo. «¿Te duele no…, te duele…?», y salió sin dar explicaciones. A los pocos minutos entraba en el motel una estrepitosa ambulancia de la clínica exclusiva para extranjeros. Beatriz le indicó al médico quién era el enfermo, y tuve que abandonar mis labores para servir de intermediario. «Mi dolor es de amor, doctor», llegó a decir Robert finalmente en un español tropeloso. «Lo siento, señor, pero no entendemos de bromas. Debe pagarme cincuenta dólares además de la ambulancia», le dijo el doctor después de chequearle el pulso y la presión arterial al acongojado paciente.

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«Tú estás loca Beatriz, ¿por qué tú me haces eso?». Y Beatriz se reía como una loca de verdad, satisfecha como un niño de su travesura. «¿Tú no decías que te dolía…?», y se reía y se reía… «Eso es para que a la próxima aguantes». Robert me miraba sin saber qué hacer. «Beatriz, no me quiere, Reinaldo», y lloraba poniendo cara de carnero degollado, temblequeando en todo su enorme corpachón.

Cuando salimos de la iglesia fuimos a ver lo del alquiler de la casa para la fiesta. Me habían hablado de un individuo que se dedicaba a este negocio en el Reparto Vista Alegre, cerca del zoológico. Cuando llegamos nos recibió, con exagerada amabilidad, un blanquito delgado y frágil hasta por la voz, que se había quedado solo con la enorme casa después que su familia se marchó para Miami, mucho antes del gran éxodo de cubanos por El Mariel.

El trato quedó cerrado a cambio de que el alemán le regalara una pitusa marca tal y talla tal, que costaba 16 dólares solamente, pero que en el mercado negro podía valer hasta 1,500 pesos. «En dólares no me pagues, que me puede traer problemas. Mejor me regalas la pitusa y quedamos mejor».

La sala de la casa era amplia y estaba muy bien decorada, con cortinas y adornos de porcelana y cristal en las repisas. Después que ultimamos los detalles le sugerí al blanquito que si no quería perder esos adornos tan bonitos que mejor los quitara. Él sonrió un tanto indiferente, pero se convenció cuando le dije que la novia y los invitados eran del Reparto Chicharrones. Beatriz vivía allí con su familia en una casita metida dentro de un callejón, por el que atravesaba, casi por el mismo centro, una zanja negra y pestilente.

Se me cayó la cara de vergüenza la primera vez que fuimos a hablar con su familia. Salió la mamá, el papá, una abuela, una tía, tres hermanas, el cuñado y como cuatro o cinco chiquillos de diferentes colores y tamaños que de repente pusieron más oscura la pequeña sala, todos con una exagerada sonrisa y curiosidad. Robert p’aquí y Robert p’allá, y que bueno es Robert que nos compró tantos regalos en las tiendas exclusivas para extranjeros. En esas condiciones, era evidente que no se podría celebrar ninguna fiesta.

Robert ya le había dado dinero suficiente a la Beatriz como para preparar cinco fiestas a todo tren, pero la muy hijep…, hijeputa sí, lo utilizó al parecer para otras cosas que no fueron precisamente su boda; porque se sabe que con dólares aquí baila hasta el mono y se puede comprar de todo lo habido y por haber, y que para el que tiene el dólar no hay “embargo americano” ni “Período especial”. Y daba más negocio vender los dólares en el mercado negro, pues para ciertas cosas se les sacaba más. ¡Infeliz alemán!

Estando ella un día en el Parque Céspedes le pidió la billetera con el mismo pretexto de vender unos dólares a un fulano que la esperaba en la esquina. Pero luego se le desapareció en las propias narices y se fue de cumbancha con un negrito títere, un tal Rolo, que era como su sombra y saqueaba a la puta como le daba la gana. El infeliz de Robert tuvo que regresar sólo al motel con la cabeza caliente y dolor de verdad en el corazón, porque la Beatriz no volvió con la dichosa billetera.

Robert no durmió en toda la noche, según me dijo, y la angustia se lo comió hasta al otro día en que ella, con su cara bien dura, se le apareció de nuevo en el motel diciendo que había ido al cuerpo de guardia del Hospital Provincial por culpa de unos dolores repentinos que le entraron por el bajo vientre. «Pobrecita, cómo debió haber sufrido sin mí y con esos dolores tan malos», me dijo acongojado a pesar de que le regresó la billetera vacía. ¡Infeliz! Nada…, que hay hombres que nacen pa bueno y otros pa maricón.

Yo no quería aconsejarle, porque era evidente que Robert no quería ver la realidad. Pero a ella sí se lo decía, porque yo sabía muy bien del pie que cojeaba y me sentía hasta con un poco de responsabilidad en el asunto que me iba oliendo ya a tragedia. «Beatriz, el matrimonio es otra cosa». «Mira, negro, déjame a mí que yo sé lo que hago, este chance no se me repite jamás». Y me contaba de las otras bellacadas que había hecho con el infeliz y que le habían salido viento en popa. Sobre todo, la vez que estuvo en Alemania a fines del año pasado.

Robert la esperaba en el aeropuerto de Berlín, pero por un desenchuche burocrático el itinerario cambió, y mientras el alemán llamaba a Cuba desesperado para indagar, ella se cruzaba en otro vuelo. «Y me vi sola, cojones, en el aeropuerto, en pleno invierno, sin nadie que me esperara». Entonces, llamó por teléfono a otro alemán que había conocido, y terminó compartiendo su cama. Y mientras la esposa ocupaba muy conforme el sillón de la sala, Beatriz se templaba escandalosamente al tipo en su propio cuarto.

A la semana, cuando se cansó «porque me la tenía que desquitar con otro», fue que decidió llamar a su Robert, para que la fuera a recoger aprovechando que el matrimonio no se encontraba en la casa. «Y me llevé de la mesita un cenicero con un relojito de oro y plata, de lo más mono, como recuerdo, sabes», y se reía y se reía… «Pero yo les dejé algo también como recuerdo…, una buena gonorrea que el sinvergüenza de Rolo me pegó antes de yo viajar», y se reía y se reía… «Coño, eres del carajo, Beatriz». Y no tuve más remedio que reírme también.

Robert apenas respiraba de la alegría al encontrarse con su mulata. No tenía ya más mente que para ella, y no reparó o no quiso reparar en el desfachatado desliz. Ya había decidido casarse con la cubana y para eso tuvo hasta que romper, no sólo con su esposa y sus tres hijos; sino también, con la familia, quienes aseguraban (por simple intuición o por la simple observación de las fotos esperpénticas que Robert les había mostrado de su Beatriz), que se trataba de una puta desquiciada que sólo se estaba casando por el cabrón interés.

Lo mismo le sucedió a Robert con muchos de sus amigos, incluso con los nuevos amigos que había conseguido en sus constantes viajes turísticos. Los alemanes ya ni lo miraban por culpa de los excesos y las borracheras de la fogosa Beatriz que había hasta puesto en peligro las relaciones de muchas parejas en el motel.

A Robert sólo se le veía tratar, y a veces, con un matrimonio de ancianos, que venía todos los años más por costumbre que por disfrutar placeres, quienes no aceptaron ir a la boda no por culpa de la mulata, que a ellos le resultaba simpática; sino porque no querían verse mezclados en política. «¿Y qué tiene que ver, Reinaldo, una boda con la política?». «Yo no sé, Robert, ellos sabrán».

Y era que yo tampoco quería verme mezclado, ni siquiera en algo tan insignificante; porque aunque tenía mi carnet de la juventud comunista, lo mío era sólo brindar un mejor servicio para ganar propinas y ver cómo me las arreglaba para sacarlas del motel.

Por poco Robert no consigue a nadie que lo representara en su boda. Ningún paisano quería ir. Estas tres parejas eran de recién llegados, que asistieron más por curiosidad que por la formal representación que Robert quería. No habían mostrado ningún interés; pero él les había insistido tanto en lo importante que eran ellos para los rituales del casamiento, que los alemanes, ya por lástima, ya por pena, ya por cansancio, decidieron asistir.

Por fin que éstos fueron las víctimas, seis alemanes que salieron del motel bien vestidos, animados, frescos como hortaliza recién regada, en dos turitaxis, temprano en la mañana, junto con el atolondrado novio. Pero los alemanes que salieron no parecían ser los mismos que regresaban. Se veían jadeantes, irritados, sudorosos, con todo el sol de Santiago saliéndoseles por los pómulos.

Les puse seis nuevos cocteles sobre el mostrador. Esta vez con un toque de vino tinto que los hacía más refrescantes. También les puse unos rollitos de jamón, queso y aceitunas rellenas que respondieron oportunamente a sus inminentes reclamos. Se los noté en sus expresiones, y fue de unánime aprobación, porque abrieron más los ojos e inclinaron repetidas veces la cabeza, casi al mismo tiempo, cuando vieron aparecer la bandeja sobre el mostrador.

—¡Fue terrible, Reinaldo…! Cuando pasaban las bandejas de chucherías las gentes se lanzaban desenfrenadas, como locos sobre la comida —logró decir una alemana, la más gorda, en el momento que se pasaba un pañuelo de colores por el cuello, resoplaba y se engullía un rollito en la boca.

—¡Más nunca voy a nada! ¡Eran locos hambrientos! —dijo otra, la más alta.

—Yo perdí mi reloj y mi billetera. No sé cómo —dijo Gunter pasándose una mano por la frente arrugada, todavía visiblemente molesto después que se quitó el traje, desesperado, sin saber lo que iba a hacer con él.

Cuando salieron de la iglesia, después del ritual del casamiento y las muchas fotos que tomaron como ávidos turistas (detalles del altar mayor, de la virgen, de vitrales, pinturas, arcos, capiteles y columnas), llegaron en caravana con los recién casados a la casa alquilada. Ya había algunos invitados y todo parecía que se iba a desarrollar con elegancia y distinción.

Abrieron la botella de champaña para el brindis de los novios y sirvieron sólo a medias las copas de los alemanes. El fotógrafo acabó de completar el rollo frente al minúsculo cake y el blanquito dueño de la casa se reía quizás pensando en su pitusa talla tal y más cual; que, por cierto, no sé si se la llegarían a dar.

Todo iba bastante bien hasta que llegó el camión con su terrífica carga de escándalo y negros recogidos en la barriada de Beatriz. «Voy a invitar a todo el mundo para que vean los envidiosos que las jineteras también se casan», me había dicho unos días antes. Pero al parecer se le fue la mano en su promesa, pues trajo hasta gente que parecían de otro planeta.

Invadieron la fiesta hasta desbordarla y tropezarse unos con otros, sobre todo cuando bailaron la contagiosa música de Los Van Van con la gigantesca doble casetera que Beatriz había recibido entre los primeros regalos de boda. Y la gente coreaba los estribillos del canto con inusitada malicia y nueva significación.

Mi mamá se fue y me dejó.

Se fue pa la azúca…

Sustituían la palabra “azúca” por la palabra “Yuma” en evidente referencia al país de los yanquis y en alusión a los cubanos que emigran del país. Porque…

No es fácil, que no, que no, no es fácil…

Y la frase “que no, que no” también era cambiada por “sobrevivir”… Pero a pesar de todo se divertían como si el baile y el alcohol en verdad mataran las penas.

Y ya ni bocaditos, ni dulces, ni ron, ni cervezas bastaban para las manos y las bocas de aquella jauría desenfrenada. Me imaginaba todo. Pero Beatriz me contó cómo fue que comenzó la discusión, porque los alemanes no supieron explicarme los motivos.

Fueron dos que salieron del fondo de la casa atropellándose hasta la puerta de la calle. «Mi primo Titico, por culpa del Rolo que se emborrachó y quería meterme una cañona ahí mismo en la fiesta». No se supo quién empujó a quién, ni quién lanzó el primer galletazo, pero fue como un todo contra todos la que se armó. «Casi se matan a golpes, Reinaldo». «Por poco me matan también». «A mí me tiraron una botella».

Los alemanes pudieron escapar casi de milagro. «Esos malditos me acabaron con la fiesta, tan buena como me estaba quedando. Es verdad que el negro si no la hace a la entrada la hace a la salida».

Ya la tarde iba cayendo, y como siempre cuando hacía ese turno, veía el sol ponerse frente a mí en la misma línea del mar. Las figuras de los seis alemanes se me dibujaron a contraluz. Ya sus carotas se habían restablecido para adquirir otra vez esa expresión habitual, como atontada, que tienen los extranjeros cuando llegan. Se les veía adormecidos por la calma y el olor que se desprende de la brisa marina y se despidieron mucho más animados.

Cuando los pocos turistas hospedados en el motel se fueron retirando y la playa se quedaba vacía, aparecieron frente a mí, como fantasmas entre dos luces, Robert y Beatriz. Él, risueño y juguetón, como si nada hubiera pasado, alegre; porque quizás pensaba que había atrapado definitivamente a la infatigable jinetera, quien sin dudas seguiría buscando “caballos nuevos” donde montar a pesar de sus frecuentes dolores en el bajo vientre.

Ella venía igual que siempre; o no, igual no, ahora era la legítima esposa de un empresario capitalista que llegaba todos los años a disfrutar sus dólares, y no la simple prostituta de ayer, “culta y sana”, como dijo en un discurso el comandante, que tenía que recurrir a mí para poder entrar al motel con sus apremios y sus planes de conquistas.

Les serví lo mismo. A él un Ron Collins Habana Club, a ella un whiskey con ginebra. Y, mientras el sol iba desapareciendo y nos dejaba su mísero resplandor sobre la arena, empezaron a contarme los detalles de la fiesta, de su ya reservada luna de miel en París, de los países que ella quería visitar, de las cosas que se quería comprar, hasta de la idea de fundar un negocio en sociedad mixta con el comandante, un negocio de ventas de muñecas para adultos, como alternativa para el mercado turístico, sin riesgos de contagios de enfermedades sexuales, a las que llamarían cariñosamente The Tropical Beatrice.

A decir verdad, no debo recriminarla solo a ella. Yo tenía también mi parte en el negocio. Pero uno tiene que sobrevivir como dicen Los Van Van. Y yo sabía que en cualquier momento me agarraban sacando los dólares que me daban de propina. «Ahora me quieren quitar hasta el carro, porque dicen que lo compré con los dólares que yo sacaba del motel, porque yo no tengo familia en la Yuma que me los mande. Y mis hijos necesitan zapatos que sólo venden por dólares en las tiendas exclusivas para extranjeros. Por eso es mejor aprovechar; porque con los dueños de este país uno nunca sabe» —me dijo Reinaldo casi llorando y sin poder respirar la atmósfera putrefacta de nuestra celda.[1]

 

[1] [Esta historia la escuché de Reinaldo, cuando nos encontrábamos en los calabozos del departamento de investigaciones de la seguridad del estado. Él, sometido a intensos interrogatorios, sin acceso a abogados ni a visita familiar, por un supuesto delito de “Tenencia y Tráfico de Divisas”. Yo, en las mismas circunstancias, pero por un supuesto delito de “Propaganda Enemiga”].

 [Este relato fue premiado en el concurso internacional de cuentos A QUIEN CORRESPONDA, México, 1998; y fue enviado por el autor especialmente para Palabra Abierta]

Ismael Sambra

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About the Author

Ismael Sambra (1947) Santiago de Cuba. Fue fundador del primer grupo de escritores y artistas independientes cubanos conocido como El Grupo. Ha publicado poesía, cuento, crítica, artículos y ensayos. Ha recibido premios y reconocimientos. Entre estos el internacional de poesía Casa de Las Américas y el Nacional de Poesía Heredia. Ha publicado, entre otros libros, Las cinco plumas y la luz del sol (cuento para niños), Hombre familiar o Monólogo de las confesiones (poesía), The art of growing wings (cuento para niños), Los ángulos del silencio (Trilogía poética), Vivir lo soñado (cuentos breves), Bajo lámparas festivas (poesía), El único José Martí. Principal opositor a Fidel Castro (ensayo), The five feathers (cuento para niños), L’histoire des cinq plumes (cuento para niños), El color de la lluvia (relato para niños, edición bilingüe), Cuentos de la prisión más grande del mundo (cuentos para adultos), Family man (poesía), Queridos amantes de la libertad (periodismo),  Monologue des confessions (poesía, edición bilingüe).  Es coautor con Manuel Gayol Mecías de la compilación y selección Cuentos erróticos (cuentos para adultos). Es Académico Correspondiente de la Academia de Historia de Cuba en elExilio y Miembro de Honor del PEN Club de Escritores de Canadá.

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