La eclosión del geranio

Written by on 27/02/2012 in Relato - No comments
Geranios

Geranios

Probablemente la invasión había empezado mucho antes, pero no fue hasta el amanecer del lunes que Calala vio por primera vez la línea oscura y rápida de obreras silenciosas. Ya habían alcanzado el lozano colorido que cubría toda la ventana de la salita. De un manotazo, ella barrió con las que sus ojos, un poco nublados, podían ver. Se sentía enferma y había estado llorando toda la noche.

Inquieta, se esculcó una vez más de arriba abajo buscando el animal que le había picado todo el cuerpo. Su propio sudor le hizo sentir vergüenza. No se había bañado ese día, ni el anterior domingo. Tampoco el sábado. La bata estampada y de tonos brillantes que llevaba puesta estaba penosamente arrugada y sucia. Ella que siempre había sido tan pulcra. De repente dejó de mirarse para contemplar las siete macetas apostadas junto a la ventana e hizo un gesto de enojo y frustración. La Yeyita le había tomado el pelo como los demás espiritistas, santeros y adivinadores que había consultado. Ella hizo cuanto le indicaron, pero sin resultados. Total, que esta vez había llenado el apartamento de plantas para nada. Y no era sólo lo que le había costado cada trabajo, sino que Braulio decía que las plantas traían mosquitos y otros bichos indeseables. Cuando empezaron a crecer los geranios él exigió: “Calala, ya te dije que no quiero plantas en la casa. A ver si las tiras todas enseguida. Esto parece un bosque”. Ella iba a contestarle: “¿A ti que te importa? Tú no vives aquí”. Pero se contuvo. Recordó lo que le había dicho su padre la primera vez que hablaron por teléfono. “Mi’ja, esa carta de Braulio en la que te pide el divorcio me dejó frío. Suerte que cuando se recibió ya tú llevabas tres meses ahí con él. Menos mal que llegaste a tiempo para salvar tu matrimonio. Mira tú, casada y divorciada por correspondencia”. Ella comprendió entonces por qué Braulio tenía cara de difunto cuando fue a recogerla a Inmigración. Pero no mencionó la carta y como ella la desconocía, todo salió bien.

En realidad las cosas sucedieron inesperadamente. Una mañana su hermana Chelo entró como un bólido en la casona familiar de Infanta, gritando que se iba para el Norte con su marido y sus hijos. “La gente está entrando por la libre en una de las embajadas. La calle está que no se cabe. Vamos, Calala, ven con nosotros antes de que cierren el paso y se embrutezcan los milicianos. Probablemente aquello acabe como la fiesta del guatao”. Ella contestó que no iba, que prefería esperar a que Braulio la mandara a buscar. “Calala, tú estás loca de remate,” le increpó. “¡Esto es un milagro que no ocurre dos veces! Además, ¿para qué te vas a quedar aquí? Mamá murió, papa tiene otra mujer, y yo me voy. ¿Es que quieres seguir toda la vida casada, virgen y sola?”. Ella fue a decir algo, pero Chelo no le dio tiempo. La empujo hacia el dormitorio, la obligó a meter cuatro trapitos en un cartucho y a la fuerza la sacó de la casa, insistiendo: “Hay que echar pa’lante mi hermana, y salvarse de este infierno. Es ahora o nunca”. Ella temblaba de miedo y se resistía. Entonces Chelo se le prendió como un candado al brazo para impedirle escapar. “No seas idiota, Calala, mira que los hombres no saben esperar”. Ella pensó que no llegarían al final de la aventura. Por poco se tira al mar cuando la embarcación en que navegaban rumbo a Cayo Hueso dos hombres empezaron a pelear y uno de ellos sacó un cuchillo. La travesía fue una pesadilla. Ahora se preguntaba si valía la pena haber pasado tanto para llegar a este final.

Calala trató de contener el río que le corría por las mejillas. A pesar de todo quería a Braulio. En realidad no podía decir que él era malo. La había recibido, le había puesto un apartamento y por un tiempo había cumplido con sus deberes de marido. Pero aquella mujer y los dos hijos que le informaron tenía con la intrusa habían logrado destruir su felicidad y su matrimonio. Ella demoró en reconocer la frialdad en sus besos y el poco entusiasmo con que Braulio respondía a sus reclamos amorosos. Sin embargo, él no mencionó en ningún momento la carta de rompimiento que le había escrito. Y ella también fingió no conocer su existencia, como le aconsejó Chelo. Al principio ella estaba tan contenta de estar junto a él que siempre achacaba al cansancio su indiferencia. Las excusas parecían razonables. Braulio se lamentaba de tener que trabajar hasta muy tarde en la noche, y los sábados y domingos. A todas horas. Ella no sospechó de él hasta el día que la vecina empezó a cantar. Era una especie de Guantanamera improvisada mediante la cual la enteraba de la infidelidad de Braulio. Así supo que su rival era alta, hermosa y que tenía el cabello largo y negro. Ella sólo podía aumentar con tacones su pequeña estatura, razonó entonces. Pero su pelo rubio y corto podía cambiar. Se lo dejó crecer y se lo tiñó de negro. Más tarde se depiló las cejas y se pintó unos arcos oscuros que a ella misma le disgustaban. A pesar de su estrategia, Braulio siguió estirando las ausencias. Ella se desvivía en la cocina y él no venía a comer. Fue entonces que empezó a comer por los dos. Aún cuando sabía que él no iba a estar allí, arreglaba la mesa y se sentaba a esperar. A veces hasta la madrugada. Comiendo. Comiendo y llorando. En pocos meses su figura cambió tanto que no le quedó más remedio que empezar a usar aquellas batas que escondían sus protuberancias. Debido a lo incómoda que se sentía, dejó de trabajar en la factoría y empezó a coser en la casa. No tardó el momento en que le negaron la costura porque hacía demasiadas chapucerías y echaba a perder las telas. Tenía las uñas tan largas que casi le impedían usar las manos. Las de los pies sonaban un erizante ras, ras, ras en las lozas y se enredaban en la alfombra. Al fin, un día cubrió los espejos. No quería ver la mujer que reflejaban, a quien aborrecía.

Gradualmente Braulio se fue quedando del otro lado. Sólo visitaba el hogar a extrañas horas de la noche como un ladrón, sin hacer ruido. Siempre dejaba algún dinero sobre la mesa del comedor, el recibo del alquiler pagado y de vez en cuando alguna chuchería que él sabía le gustaba a ella. Pero no entraba al dormitorio, ni siquiera para saludarla. Así la soledad fue apoderándose de su vida hasta asfixiarla. Una amiga le había hablado de Paquito el milagrero. Fue a verlo y como él le indicó, limpió la casa con yerbas, puso dulces a los santos, un vaso de azúcar debajo de la cama, y un plato con miel y una vela encendida dentro de un closet. Ese día por poco tiene que llamar a los bomberos de la fogarada que armó. Después de Paquito visitó a Cacha, a Toña y a Lalo, el de Hialeah. Por último le hablaron de Yeyita.
La anciana entendió su pena, la trató con cariño y le dio esperanza. Tenía que atraer a Braulio de nuevo. Lo necesitaba. Chelo se había ido con su familia para Puerto Rico y ella se sentía sin los dos como un barco al garete. Yeyita, que se las daba de buena bilonguera, le confirmó lo que de ella le habían contado, que tenía una fuerte alianza con las potencias y que era capaz de partir un coco con la mirada. Sus poderes, le garantizó, siempre devolvían los descarriados al hogar. No obstante, Yeyita, acariciándole la cabeza, le dijo: “Pero ten presente mi’jita que si la cosa no está pa’uno, no importa la lucha que le hagas. Cuando el gallo es volador siempre está sobre la cerca. Aunque con el amarre que le he hecho, él volverá, te garantizo. Y los hijos no son de él. El gallo es de mucha pluma y poca miaja.”

Yeyita le preparó siete bolsitas encomendadas a las siete potencias que ella pagó a veinte dólares cada una. También le dio una tinajita con tierra africana y otras substancias mágicas en las que ambas, con cierta ceremonia, enterraron dos ramitas atadas con cintas de siete colores, bien apretaditas. “Esta la tiraremos al mar cuando él regrese”, indicó la viejita. Por último le instruyó: “Compra siete macetas de barro iguales, y mete una de las bolsitas que te di en cada una. Después le pones buena tierra y buena comida de plantas, y siembras geranios rojos en todas. En cuanto broten las primeras flores, tu marido regresará”. Calala siguió las instrucciones al pie de la letra.

Los geranios no demoraron en echar hojas a más no poder, pero Braulio continuó entrando de noche, dejando el dinero, y marchándose sin decir palabra. Ella empezó a llorar sin tregua por cualquier cosa. Volvió el día noche y la noche día para vigilar la entrada de aquel marido veleidoso que se resistía a las fuerzas ocultas a quienes lo había encomendado. Frustrada, dejó de bañarse, de peinarse, de atildar el apartamento, como era su costumbre, y hasta de cocinar. Cuando le ardía el estómago por hambre abría una lata, comía un poco, y la tiraba en el fregadero o sobre el mostrador de la cocina. Generalmente era Braulio quien recogía el reguero y se llevaba las latas y desechos mal olientes sin decir palabra. Pero, de repente, él suspendió las visitas nocturnas. Ella velaba, atendiendo al mínimo ruido, y finalmente dejó de cerrar la puerta del cuarto, por si se quedaba dormida. Trascurrieron semanas. Día tras día ella marcaba su ausencia en el calendario. Precisamente, ese día hacía seis semanas que no sabía de él. Estaba desesperada, sin saber qué hacer. Las reservas de alimentos en el refrigerador y la despensa habían llegado a su fin. Sólo quedaba el dinerito que Chelo le había enviado para una “emergencia” y eso lo tenía bien escondido y no quería tocarlo. Para colmo, le habían metido en el apartamento un ejército de hormigas como para interrumpir el trabajo de las potencias. Ella estaba segura de que las mandaba la vecina quien tenía parentesco con “la otra”. Atormentada de nuevo por la picazón, Calala se rascó de pies a cabeza y se registró la ropa pulgada a pulgada sin lograr encontrar la causa de su desazón. Tenía mucha sed y aunque continuaba mareada, se tambaleó hasta la cocina. Sus ojos color de uva se abrieron con estupor cuando vio la rata trabajando afanosamente con la lata de leche condensada de la que huían las hormigas a todo correr. La línea de insectos se había convertido en una mancha oscura sobre el mostrador y el fregadero. Calala retrocedió espantada.

Rascándose con desesperación, volvió para la sala, de la que la negra tropa ya había tomado posesión. Empeñada en vencer al diminuto enemigo, empezó a dar manotazos a diestro y siniestro. Lejos de huir, las hormigas se le subían por la ropa mortificándole los brazos, el torso, el cuello, la cara, mientras ella se rascaba y se defendía al mismo tiempo. La furia de sus uñas iba creando surcos en la carne cada vez más rosados, más hondos, hasta convertirse en canales por los que comenzó a escapársele la vida. Horrorizada, decidió que no quería sufrir más.

Ese lunes por la noche, cuando Braulio entró las maletas y bultos con que regresaba al hogar, lo soltó todo asustado y corrió guiado por un rayo de luna hacia las ropas ensangrentadas de su mujer, tiradas al pie de la ventana. ‘‘Calala, ¿dónde estás?” gritaba él, mientras la buscaba en todos los rincones del apartamento. Clavado con unas tijeras en medio de la cama halló el recado: ‘’Me comieron las hormigas. Adiós. Calala”.

En la ventana, los siete geranios ostentaban su extraordinaria floración en una sonrisa roja, roja, roja.

Este cuento, “La eclosión del geranio” fue premio
Enrique Labrador Ruiz, del Concurso Internacional de Cuentos
del Círculo de Cultura Panamericano de 1993
 
Carmen Alea Paz (La Habana, Cuba). Narradora y poetisa, traductora, conferencista y profesora de idiomas. Cuenta con una maestría en lengua y literatura española e hispanoamericana. Ha sido profesora de español y literatura de la Universidad de Northridge. Ha recibido premios y menciones tanto en Cuba como en Estados Unidos. Cuentos, artículos y ensayos suyos aparecían con frecuencia en importantes revistas y diarios cubanos de la década de 1950, tales como Lux, Carteles, Vanidades, Colorama, Patria, Bazar, así como en los periódicos Avance, El País, El Mundo y Diario de la Marina. Su sección “Disquisiciones femeninas”, que publicaba el semanario dominical El País Gráfico tuvo una gran aceptación de lectores en aquellos tiempos. Asimismo fue colaboradora oficial de la popular revista habanera Romances. Ha publicado varios libros, entre ellos, El caracol y el tiempo (Poesía, 1992); El veranito de María Isabel y cuentos para insomnes rebeldes (Novela y cuento, Miami, Editorial Ponce de León, 1996); Labios sellados (Novela, Premio Internacional “Alberto Gutiérrez de la Solana”, del Círculo de Cultura Panamericano 1999, 2001); Casino azul (Novela, Universidad Autónoma de Baja California Sur, 2004); y más recientemente Risas, confeti y serpentinas, una historia familiar. Reside en la ciudad de Northridge, California.

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Carmen Alea Paz (La Habana, Cuba). Narradora y poetisa, traductora, conferencista y profesora de idiomas. Cuenta con una maestría en lengua y literatura española e hispanoamericana. Ha sido profesora de español y literatura de la Universidad de Northridge. Ha recibido premios y menciones tanto en Cuba como en Estados Unidos. Cuentos, artículos y ensayos suyos aparecían con frecuencia en importantes revistas y diarios cubanos de la década de 1950, tales como Lux, Carteles, Vanidades, Colorama, Patria, Bazar, así como en los periódicos Avance, El País, El Mundo y Diario de la Marina. Su sección "Disquisiciones femeninas", que publicaba el semanario dominical El País Gráfico tuvo una gran aceptación de lectores en aquellos tiempos. Asimismo fue colaboradora oficial de la popular revista habanera Romances. Ha publicado varios libros, entre ellos, El caracol y el tiempo (Poesía, 1992); El veranito de María Isabel y cuentos para insomnes rebeldes (Novela y cuento, Miami, Editorial Ponce de León, 1996); Labios sellados (Novela, Premio Internacional "Alberto Gutiérrez de la Solana", del Círculo de Cultura Panamericano 1999, 2001); Casino azul (Novela, Universidad Autónoma de Baja California Sur, 2004); y más recientemente Risas, confeti y serpentinas, una historia familiar. Reside en la ciudad de Northridge, California.

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