Dos relatos de Rosa Marina González – Quevedo

Literatura. Relatos.
Por Rosa Marina González-Quevedo…
Muerte

Muerte © 2015 117. Licensed under CC-BY.

Raras confesiones  después de un trágico accidente
(Historia contada al revés)

Si describo una de mis probables muertes no es porque adore un monumento con cara de sombra y mente en tinieblas. Claro que no. Como tú, he vivido ya muchas veces a mitad del camino, entre mar y cielo, llegando de algún país desde el destierro, emigrando, anclando en altas y en bajas mareas. Y siempre he visto lo mismo: La gente va, algunos te saludan y otros no, algunos te aman y otros no. Peregrinos del desierto, hay quien está convencido de ir a alguna parte. Y bien, mi caballo trotador ya es parte de mi historia. Y yo, que espero algún milagro, insisto en detenerme para alzar el brazo que aún forma parte de mi cuerpo. (A propósito, su mano es la que conservo para escribir este absurdo proyecto de una de mis tantas muertes). Por lo demás, soy también parte de un olivo, pues mi brazo volador ha crecido de nuevo entre sus ramas.

Muerte 2

Caramelo o muerte (Creative Commons)

Y bien: Estábamos a mitad del camino cuando sucedió lo del trágico accidente. La causa: un golpe de sueño de esos irremediables. Yo quedé con la cabeza cuesta abajo y el cuerpo desmembrado; un brazo fue a enredarse entre las ramas de un olivo cercano; el otro, se salvó y quedó pegado al tronco de mi cuerpo, no obstante sus múltiples lesiones. Luego, las piernas… ¡Puffff!… ¡Qué decir de cómo quedaron mis pobres piernas! Parece mentira que sean las mismas que me abren aún el sendero por la vida, calle arriba, calle abajo, buscando fortuna. Por otra parte, mi compañero de osadía, un caballo galopante, había entrado en coma cuando le vi por última vez. Acostumbrado como estaba a vivir libre no supo soportar el cansancio de un largo viaje y se durmió. Calló de bruces, rodando por la ladera de aquella colina cual pelota de nieve. Y yo, de paso, rodando junto a él hasta desbocarme, de nuevo, en medio del camino. Y bien, seré honesta: Todo esto parece indicar que morir no es tan difícil; sobre todo, cuando estás en un prado donde no hay basura, ni ruidos.  La cama que ahora me cobija es muy verde y crecen margaritas y una atrevidísima amapola entre ellas. En cuanto al resto del paisaje, no hay altas montañas por estos sitios y el océano está todavía a semanas distante. Claro que, aunque no toque el océano, llego a percibir el mar, que está siempre ahí, en el horizonte. Mientras tanto, mi caballo de fuego, anticipándose por ser mucho más veloz, ahora pasta libre, de nuevo, en la verde explanada de su aliento. A mí, por lo que veo, me queda aquello de conservar el sistema nervioso activo para poder contar la historia del mortal accidente. Y en medio de esta pradera, ver pasar y pasar a tantos caminantes. Muchos me dicen adiós con la mano; otros, ni me miran. Pero qué más da.

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El hombre-sombra

El hombre-sombra (Pixabay)

La fábula del hombre-sombra y el perro.

El perro le seguía por todas partes. Era blanco y negro y gordo. Parecía un ternero y no un perro. Posiblemente, lo peor de tener al animal pisándole los talones día y noche era que, a pesar de ser un tipo invisible, tarde o temprano todos llegaban a enterarse de su ubicación en tiempo y espacio. No por él, hombrecito insignificante, ensombrecido por tanta soledad. Sino por la bestia. Y es que el animal no era, ni siquiera, suyo. Era uno de esos bastardos abandonados y, por fortuna, adoptados en el seno de la comunidad. Alimentado por varios vecinos (gracias a las almas de buen corazón que aún subsisten). Tenía, además, un rincón donde guarecerse, en el traspatio de una tienda abandonada del vecindario. Nada mal para un perro callejero, ¿no? En fin, que por alguna razón, el animal le seguía por todas partes. Y el hombre-sombra (digamos el protagonista de este breve relato) no usaba otro medio de transporte que no fuese aquél que sus propias piernas le proporcionaban. Iba y venía, caminando por todas partes, de un lado a otro de la ciudad. Cruzaba los espacios periféricos, llegaba al monte y regresaba. Siempre andando. En compañía de su fiel amigo.

El perro-sombra

El perro (Pixabay)

Así, mientras más tiempo pasaban juntos, más advertía las cualidades extraordinarias del can; por ejemplo, la capacidad de observar y de guardar silencio. O bien, la aceptación emocional de ser y de estar aquí, en este mundo. O la virtud de agradecer el pan de cada día, precioso don espiritual que los hombres habían perdido ante el triunfo del consumismo. Y luego, con eso de los festivales y de las manifestaciones populares por doquier; con eso de las fiestas, ferias, mercadillos… marchas por esto y por lo otro… concentraciones… altavoces… gritos… Con todo eso, el afán por obviar la fuerza del silencio era impresionante. Y las ideas… ¡LAS IDEAS!… Las ideas de la ciudadanía estaban preñadas de un bullicio extraordinario. De una algarabía de jauría organizada. Rebaños de seres gritones pastoreados por líderes, cuyos  gritos, a su vez, saltaban desde lo alto de las tarimas para disiparse por todo el aire. Y mucha música estridente. Sí. Mucha música estridente, electrónica, impersonal. Y voces enredándose en el ir y venir de la muchedumbre por calles anegadas de tiendas. Y tiendas y más tiendas concentradas en espacios también estridentes, donde hay muchas luces artificiales y anuncios enlatados para vender y vender y vender… y vender. Y vender.

Por supuesto, tanto bullicio marginaba, cada vez más, al hombre-sombra y a su perro de la dimensión de los seres tangibles. Hasta que, un día, nuestro peculiar héroe del silencio se dio cuenta de haber fundado una especie de partido, en el cual él era el líder y el animal el único adepto. Y lo llamó “Partido de los insignificantes”. Pero nada fue peor que aquella idea de darle nombre al partido en el que él, germen ocasional de plazas solitarias, militaba desde hacía mucho tiempo.

Fue así que el hombre-sombra puso precio a su silencio. Y por ello, cuando los demás se enteraron de que el significado del silencio tenía buen precio, quisieron venderlo y comprarlo. Y nada. Sucedió lo de siempre. La prensa, la radio, la televisión y toda esa parafernalia comunicativa. Los periodistas a dar el famoso “palo” informativo y demás. Hombre y perro en primera plana, ganando la fama, experimentando el reto del bullicio. Perdiendo su propia esencia. Petrificándose hasta convertirse en monumento territorial. Y, como era de esperar, llegaron los políticos de tal y más cual vertiente. Y el “Partido de los insignificantes” quedó disuelto en carteles propagandísticos.

A partir de entonces, la ciudad perdió, definitivamente, su rostro más real.

[Estos relatos son un envío especial de la autora para Palabra Abierta]

Rosa Marina González-Quevedo

 

 

 

 

 

 

©Rosa Marina González-Quevedo

About the Author

Rosa Marina González-Quevedo Valhuerdi (Matanzas, Cuba). Ensayista y narradora. Licenciada en Filosofía por la Universidad de La Habana (1984) con la tesis La filosofía de Baruch Spinoza y las ciencias del siglo XVII, y Licenciada en Lengua y Literatura Románica y Latinoamericana por la Università degli Studi “L’Orientale”, de Nápoles (2009), con la tesis Il “Libre dels tres Reys d’Orient” nella tradizione agiografica spagnola di carattere giullaresco. Profesora de Historia de la Filosofía en la Facultad de Filosofía e Historia de la Universidad de La Habana desde 1984 hasta 1993. Fue miembro del Centro Arquidiocesano de Estudios del Arzobispado de La Habana y del consejo de redacción de la revista Vivarium, órgano del mismo. Ha sido profesora de español en el Instituto Cervantes de Nápoles, así como en diferentes institutos superiores estatales italianos. Entre sus publicaciones están: Antología del positivismo en México (Universidad de La Habana, 1992); Teilhard y Lezama: teología poética (Ediciones Vivarium, La Habana, 1996); San Manuel Bueno, mártir: leyendo con Unamuno (IF Press, Roma, 2008), así como los cuentos “Ojos incrédulos” (Revista Vivarium, n. XIII, dic. 1995) y “Desdoblamiento” (Revista Vivarium, n. XXII, junio 2000). Actualmente reside en León, España.

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