Me propuse hace un tiempo aficionar a mis nietos al ajedrez y hemos ido progresando aunque el mayor, diez años recién cumplidos, es quien se lo ha tomado con más interés, al punto de que no pasan más de dos días sin que acepte de nuevo mi reto: “¡Qué! ¿Quieres volver a mascar la tragedia?”. Y esa es la frase tras la que iniciamos una nueva partida.
He dejado que en este tiempo me gane alguna que otra para reforzar sus incentivos, aunque se diría innecesario porque parece disfrutar con independencia del resultado, lo que da razón a Montaigne cuando afirmó que enseñar a un niño no es llenar un vacío sino encender un fuego, cuyas llamas han ido aumentando al extremo de que la pasada semana, y sin darle facilidades, me dio el jaque mate.
Sentí en ese momento que una paradoja culminaba: las victorias frente a él no me producían el placer que se experimenta con el éxito y, en cambio, con la imprevista derrota me embargó una satisfacción inenarrable. En cuanto a mi nieto, su alegría y la orgullosa mirada que me dirigió eran contagiosas. Bajé la vista y fingiéndome tocado, le dije: “Ganar está bien, pero perder enseña más; aprender de los errores para mejorar la próxima vez”. Después, lo abracé. “¡Habráse visto, Kaspárov —musité a su oído—… A partir de ahora tendré que andarme con cuatro ojos…!”. Lo cierto es que estoy deseando volver a perder sin proponérmelo. Y espero que ocurra a no tardar.
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