Conversación en el desierto

Written by on 17/03/2014 in Literatura, Relato - No comments
Literatura. Relato.
Por Rodrigo Urquiola Flores…

  Soldados en la Guerra del Chaco

 

 A la memoria de Víctor Manuel Urquiola Gonzales

 

¿Acabará esto algún día?… Ya no se cava para encontrar agua, sino por cumplir un designio fatal, un propósito inescrutable.

Augusto Céspedes: El pozo

Sintió cada vez más húmeda la tierra. A medida que le iba faltando el aire, se sentía más animado. Su esperanza crecía con su asfixia.

Augusto Roa bastos: La excavación

 Paniagua sintió que el potente brillo del sol provocaba que sus ojos ardieran como si estuvieran siendo bañados por un fuego hecho de polvo, quería cerrar sus párpados, descansar, dormir durante años enteros, pero las palabras del suboficial Céspedes habían sido claras: era mejor que murieran si acaso no encontraban agua, y no lo decía como una amenaza sino como una verdad irreducible. Y él quería dormir, no morir, quería beber bastante agua, sentía que era capaz de acabarse dos toneles enteros, y luego, por fin, podría dormir, lejos de este sol, cobijado por un suave velo de oscuridad tibia.

Quispe, su compañero, más que caminar, parecía estar arrastrándose, sus pensamientos ya casi no le decían nada y si sus ojos hubieran visto agua fluir frente a sí, es probable que no la hubieran reconocido como tal.

—Dónde— dijo Paniagua por decir algo, por sentir que aún continuaba vivo. No obtuvo respuesta alguna por parte de Quispe pero volvió a oír ese rastrillar de sus pasos que sobresalía ante el sonido de tantas detonaciones aisladas.

Ninguno de estos hombres se sentía con suficiente valor para levantar la cabeza demasiado, para mirar el cielo, por no decir más allá de él, y descubrir que bajo el sol todopoderoso no existía nube alguna que les permitiera fantasear con la lejana posibilidad de una súbita lluvia. Solo se animaban a levantar la vista para ver que el compañero continuaba caminando junto a ellos. De vez en cuando se detenían por unos minutos y observaban minuciosamente si acaso el enemigo les estaba preparando una emboscada. Pero no encontraban a ese enemigo que debían aniquilar por el bien de la patria porque otro enemigo, inmortal, se extendía y cerraba en torno a ellos transformado en calor, en polvo, en hormigas carnívoras, en jejenes y, particularmente, en sed.

Paniagua sentía tanta sed y tanto calor que pronto fue perdiéndole miedo a la muerte y esto, probablemente, porque creía que sentía que ya estaba muriendo. Sentía, a momentos, breves mareos que distorsionaban su campo de visión, así, no podía reconocer las formas del rostro de Quispe, por ejemplo, apenas veía una silueta con la forma de un ser humano cargando en sus espaldas el peso oxidado de una vieja bayoneta. Sin embargo, sentía que sus oídos no le engañaban, se dedicaba a observar —cuando se cernían estos nubarrones del mareo ante sus ojos— con los oídos.

Quispe ya no podía caminar con la soltura con la que solía hacerlo allá, lejos de esta guerra que no alcanzaba a comprender y cerca de su mujer y sus sembradíos, sentía que en cualquier momento iría a derrumbarse, a caer, ya no pensaba en la muerte, sus sentidos se fueron acostumbrando a este permanecer vivo, su horizonte se había camuflado de eternidad y su cerebro había olvidado que existía ese vacío desconocido que preferimos llamar muerte.

—Allá— dijo Quispe en su dificultoso español, casi sin poder oír sus propias palabras —allá es, allá está— señalando con el índice derecho extendido hacia un punto incierto.

Paniagua detuvo el andar de sus pasos y procuró ver qué era lo que señalaba el dedo de Quispe. No pudo ver nada distinto de lo que había venido viendo.

—No veo nada, Quispe, nada, nada, nada.

—Allá— repitió Quispe —es.

Paniagua no quería volver a intentar ver lo que Quispe veía, tampoco quería hablar, tenía la sensación de que su cuerpo perdía agua cada vez que sus labios dejaban escapar una palabra. Pensaba que Quispe estaba delirando, que quizás sus ojos estaban viendo agua allí donde había espinos cubiertos de este polvo espeso y minúsculo que lo cubre todo. Jaló la manga de Quispe y le susurró:

—No puedo más.

—Allá está— contestó Quispe y Paniagua pensó que su compañero estaba siendo hipnotizado por algo, o alguien, invisible para él.

—Descansemos.

Bruscamente, atrajo hacia sí a Quispe y, a los pies de un árbol, cayeron sentados. Paniagua sentía que sus párpados caían y que, al caer, provocaban una picazón irresistible sobre la superficie de sus ojos. Cuando abrió los párpados de nuevo, para aminorar la sensación de esta picazón, ya había anochecido. Le pareció muy extraño que la noche cayera tan súbitamente: se había quedado dormido y no se había dado cuenta de ello. Se sintió aliviado —y hasta feliz— cuando descubrió que la picazón que azotaba sus ojos había desaparecido, sin embargo, pronto supo que se engañaba: la picazón se había trasladado a sus tobillos, dentro de sus botas, aún sobre el sudor áspero de su piel, existía un fuego que empezaba a arderle, sentía que de repente se había puesto a sangrar. Enderezó su espalda, empujó sin querer a Quispe y se quitó las botas lo más rápido que pudo. Se le erizó el cabello cuando vio qué era lo que ahora le provocaba dolor: una hormiga roja, grande, había hundido su cabeza sobre la piel de su canilla izquierda. Aplastó el cuerpo de la hormiga entre sus uñas y luego, con su navaja, cuidadosamente, sacó su cabeza. Otras hormigas corrían sobre sus piernas pero él las hizo a un lado con el filo de la navaja. No podía creer su descuido, se sentía tonto: no se había fijado antes de caer dormido que, más allá de este árbol, a menos de siete pasos, un hormiguero, como un ojo del suelo, lo observaba todo alrededor. El dolor repentino —ese dolor con sabor a fuego— hizo que, de un momento a otro, Paniagua recuperara algo de sus fuerzas: no le temía a la muerte, temía morir dolorosamente, temía morir lento. Vio a su compañero, Quispe, vio que, sobre su rodilla izquierda, desnuda, muchas más hormigas que las que él llevaba sobre sí lo devoraban con esa lentitud siniestra que él tanto temía. No tardarían en cubrirlos por entero, tenían suerte —pensaba Paniagua mientras movía la lengua dentro de su boca y degustaba el sabor del polvo— por haber descubierto la labor de las hormigas antes de que fuera demasiado tarde.

—¡Quispe!— gritó Paniagua y tuvo la sensación de que lo que escuchaba, en realidad, no era su propia voz.

Quispe reaccionó, su garganta emitió un sonido ronco, seco.

Paniagua, descalzo, se puso de pie, apoyándose en el tronco seco del árbol.

—Vamos a otro lugar— dijo, conteniendo el grito, recordando que podían haber enemigos cerca —las hormigas…, las hormigas…, eh, muévete, Quispe, muévete, ¿qué, acaso quieres morir?

—Allá está— dijo Quispe, los ojos entrecerrados, como si hablara entre sueños consigo mismo.

Paniagua lo abofeteó, comenzaba a desesperarse.

—Muévete— y escuchó un murmullo en quechua que no supo comprender.

Arrastró a Quispe hasta el tronco viejo de un quebracho y se tumbó junto a él. Quispe parecía estar muy ebrio, parecía haberse quedado profundamente dormido pero también parecía continuar despierto, sus miembros no le obedecían, su abdomen y su nuca albergaban temblores de escalofrío.

La noche era helada, parecía irreal, ilógica: de día el calor era insoportable pero de noche el frío lo era.

Paniagua escuchó algo, como pasos que crujen sobre un montón de hojas secas, que se acercaba. En principio creyó que era el sonido de sus huesos congelándose pero luego se convenció de que era el viento, por ahora inexistente, que había adoptado la forma de un animal. El sonido no era persistente, aparecía y desaparecía; debajo de este sonido no podía adivinarse, por fortuna, ningún resquicio de respiración humana. A Paniagua llegó a parecerle, de un momento a otro, que esta noche no acabaría jamás. Vio un bulto sobresalir del montón de pajas y hierbas secas. A esta altura de la noche el hambre lo atacaba con violencia y él se dijo: es un animal. Decidió dejar de abrazar el duro cuello de Quispe para acercarse, a gatas, hacia ese bulto. Está muerto, se dijo una vez estuvo cerca. Palpó el bulto, sintió su pelaje espeso y comenzó a llevárselo arrastrándolo por la cola. El animal pesaba mucho. Llegó adonde Quispe y le dijo:

—Levántate, mira lo que encontré.

Quispe pareció asentir. Su cabeza había caído a merced de su nuca endeble, se balanceaba hacia atrás y adelante, en breves intervalos de tiempo, lentamente, una y otra vez.

Paniagua examinó el animal muerto a la luz tenue de la luna en cuarto creciente y no supo definir con exactitud qué era. Tenía el pelaje áspero, el cuero grueso, su cuerpo estaba hinchado, sus patas eran cuatro troncos chatos y gordos, pero lo que más le sorprendía era su trompa, cubierta de pelos ralos. ¿Qué es esto?, se decía Paniagua sintiendo una mezcla de pánico y alivio en la boca del estómago: alivio porque pronto comería algo y pánico porque no iría a saber qué era lo que estaba comiendo. Otra cosa que incrementó su sorpresa era que las hormigas —absolutas dueñas de El Chaco— habían decidido no invadir este cadáver.

—Comamos— le dijo Paniagua a Quispe, pero no obtuvo ninguna respuesta de esa cabeza que súbitamente había dejado de moverse.

Examinó el animal y descubrió una herida grande a la altura del cuello. Incrustó tres dedos en la abertura y cuando los sacó estaban manchados de un líquido escarlata espeso. Metió la mano profundo y sacó un pedazo de carne, se lo llevó a la boca y masticó. Alguna vez antes, en la caminata interminable hasta este lugar, había tenido que comer carne de ratón o beber orines suyos que, al principio, le habían parecido desagradables pero que luego ya no, cuando el hambre o la sed amenazaban su vida. Ahora, sin embargo, era distinto: esta carne no tenía sabor a nada, era como estar masticando viento sólido que ingresaba con violencia al estómago lastimándolo.

—Come— le dijo a Quispe, que había muerto ya hacía rato —come— mientras depositaba un trozo de carne en la boca seca de su cabeza gacha.

Paniagua sabía que Quispe ya había muerto pero prefería no pensar en ello, prefería imaginar que continuaba vivo. Pronto se hastió del sabor a nada de la carne muerta de ese extraño animal. Quiso dormir, cerrar los oídos e imaginar que, en realidad, estaba en casa, con sus padres ancianos durmiendo en la habitación de al lado y su hermana menor en el piso superior. Se abrazó de Quispe e hizo que sus brazos inertes y endurecidos lo abrazaran también. Procuró sentir calor. Quería conversar pero sabía que sería inútil pretender hablar consigo mismo.

Lo que despertó a Paniagua a la mañana siguiente fue una gélida corriente de aire suave. Abrió los ojos y con desilusión descubrió que aún seguía en este lugar, que lo que estaba viviendo ahora no era una pesadilla. Descubrió, también, que sus brazos abrazaban a un hombre. Recordó poco después que este hombre se apellidaba Quispe y que nunca antes se había animado a preguntarle su nombre. Recordó que su compañero había muerto ayer noche. Hacía tanto frío que por un segundo Paniagua pensó que era culpa del cadáver que abrazaba, que, a partir de ahí, de esos dedos inertes y de esos ojos que miraban sin mirar, el frío había ido extendiéndose hacia el infinito. Poco a poco fue recobrando el movimiento, sus extremidades eran gruesos trozos de hielo pesado, se resistían a obedecerle. Las horas fueron pasando como si en realidad fueran minutos, o tal vez Paniagua lo hubo sentido así porque probablemente se había quedado dormido con los ojos abiertos o con la cabeza dándole vueltas vertiginosas al paisaje estático que tenía frente a sí. El sol volvió a posarse por encima de las nubes y trajo calor consigo. El calor fue sustituyendo al frío y Paniagua pudo ponerse de pie. Tambaleó y pensó que era un milagro que continuara con vida.

—Quispe— dijo su voz trémula —levántate. Ya es hora de partir. Regresemos al campamento, aquí no hay agua. Te apuesto mi cabeza a que en siete kilómetros a la redonda no hay agua. Quispe, Quispe. Levántate. Ahora.

Estiró los brazos para alcanzar sus botas sucias de polvo. Por un instante se arrepintió de no haber traído zapatos comunes como la mayoría de sus compañeros. Limpió del interior de las botas restos de los cuerpos despedazados de algunas hormigas y esforzó los dedos buscando si quedaba alguna con vida. Nada. No había nada dentro de esas botas. Las hormigas vivas se habían evaporado entre el frío de la noche o tal vez nunca existieron en realidad, tal vez eran apenas parte de una simple pesadilla, tal vez El Chaco era la pesadilla, tal vez Paniagua —y Quispe también, por qué no— despertaría pronto. Tal vez todo esto se esfumaría más allá de su recuerdo y tal vez pueda, algún día, contarlo como se cuenta un sueño perturbador pero inocente al fin y al cabo, tal vez como una anécdota que hasta resulte graciosa para quien la escuche. Tal vez no.

Le dio una leve patada en el muslo y el brazo muerto de Quispe cayó al suelo para confundirse con el polvo.

—No puede ser, Quispe— le dijo Paniagua al cadáver luego de un par de minutos de silencio —eres un cobarde, te dejaste morir. Me has decepcionado. Empezaba a considerarte mi amigo. Juntos íbamos a acabar con estos pilas que quieren nuestro petróleo. Juntos. Amigo. ¿Qué haré si detrás de aquellos arbustos se esconde el enemigo?, ¿qué haré?, responde Quispe, responde, levántate.

Ahora lo pateó con fuerza y esperó. Los labios del cadáver de Quispe hicieron una mueca y Paniagua creyó haber visto una sonrisa lúgubre que se divertía a costa suya, que se reía de su sufrimiento. Un hilillo de sangre chorreaba por la nariz de Quispe y se cicatrizaba al alcanzar los labios. Los labios de Quispe ahora parecían estar hechos de sangre seca y poseían un turbio color morado.

—Perdóname, Quispe. Es que no. Es que no sé. No sé que. No, no sé. Nada de nada. No sé.

Paniagua dio una vuelta alrededor del cadáver. Su mente vacilaba, en verdad no sabía qué hacer. Como un autómata, luego de pensar —sin pensar— por breves segundos, decidió —sin decidir, como si algo ajeno a él le estuviera ordenando qué hacer— hacer algo que probablemente no hubiera hecho si la embriaguez de esta guerra no hubiera nublado toda posibilidad de claridad dentro de sus pensamientos. Tomó una a una las manos de Quispe y empezó a arrastrarlo con torpeza. Cuando su cráneo chocó con una piedra de similar tamaño y produjo un ruido seco, Paniagua se estremeció, detuvo su marcha y estuvo a punto de preguntarse si acaso estaba haciendo lo correcto. Pero ¿qué era lo correcto?, no había respuesta, en todo El Chaco, para esta pregunta. Paniagua arrastró a Quispe hasta el nido de las hormigas, que no tardaron en invadirlo, apropiarse de él y sumergirlo en un mar rojo que parecía la caricatura del fuego. Paniagua observaba la reacción de las hormigas como si en realidad él mismo no estuviera allí. Continuaban las detonaciones, pero sus oídos ya no las escuchaban. Si se hubiera puesto a pensar en ese vacío que ahora habitaba su mente, quizás hubiera descubierto que le había perdido el miedo a una muerte dolorosa. Ya no le temía a nada.

Dio un par de pasos y, entre los arbustos manchados de polvo, creyó ver a una mujer. ¿Cuánto tiempo había pasado sin que hubiera visto una?, en principio no pudo creerlo, pero sus ojos la veían, allí estaba, sentada, como si estuviera esperándolo.

—Paraguaya— le dijo, cuando vio que iba descalza y que se parecía a la mujer de la fotografía en blanco y negro que Patzi guardaba en su billetera y que, orgulloso, casi en broma casi en serio, afirmaba que era su novia de Asunción cuando la mostraba a los demás, que iría en su búsqueda cuando el ejército boliviano tomara la capital rival —eh, paraguaya, ¿qué haces aquí?— y, sigiloso, temeroso de que fuera un demonio disfrazado, el demonio de su deseo, o un dios de los aborígenes encarnado y real, fue acercándose a ella, procurando no hacer ruido alguno, lamentando cada minúsculo sonido del crujir de las ramas secas bajo sus botas —paraguaya, espérame.

Cuando se aproximó lo suficiente para ver los rasgos del rostro de la mujer quedó sorprendido. Nunca había visto a nadie así antes. Extendió el brazo y la mujer empezó a correr. Sus pies descalzos no se herían al pasar por el suelo árido y tampoco se ensuciaban. Empezó a seguirla, sus pasos eran torpes, su mirada extraviada, casi no parpadeaba. Él tropezaba, se tambaleaba y, cuando caía de rodillas, le costaba mucho volver a levantarse. Pronto llegaron a un lugar plano y Paniagua creía que estaba atrapado en un sueño. El Chaco era un laberinto etéreo y él un pequeño pez que atravesaba las nubes. Pero ¿qué era la mujer? Un avión atravesó el cielo haciendo mucho ruido, ¿qué era el avión? Se escuchó el tronar de una explosión. Paniagua, rendido de cansancio, cayó, una vez más, de rodillas y vio cómo la mujer se detenía ante un árbol y acariciaba la corteza del tronco como si la persecución nunca hubiera sucedido. A gatas, arrastrándose lentamente, Paniagua procuró acercarse a ella. Las piedrecillas dolían en sus rodillas como clavos y quedaban teñidas de rojo luego de que él hubiera pasado sobre ellas. Cuando por fin estuvo bastante cerca, la mujer se convirtió en lluvia súbita y cayó sobre el polvo transformándolo en barro.

––¿Dónde estás, paraguaya?

Paniagua sintió que una gota de sudor helado atravesaba, a partir de su nuca, toda su espalda.

Recobró la noción de tiempo, espacio y circunstancias y encontró, en el descampado, allí donde la mujer había decidido evaporarse, los despojos de un pequeño charco: había encontrado el lugar. Volvió a escuchar las detonaciones e incluso creyó advertir los gritos de los que caían. Agarró con sus dedos flacos el barro y se lo llevó a la boca. Sus labios se adherían al barro con desesperación. Absorbían algo de líquido, no mucho, pero lo suficiente para hacer que renaciera la esperanza de las mismas cenizas ardientes de las entrañas de este desierto. Debía recordar bien cómo había llegado hasta aquí. Debía guiar al resto del batallón para empezar a cavar un pozo. Tomó un poco más de barro y lo untó sobre su rostro. Creía que estaba siendo favorecido —al continuar con vida, al haber encontrado agua— con algún tipo de misteriosa providencia. Temió que todo no fuera más que un espejismo, una pesadilla dentro de la pesadilla mayor. Temió haber muerto ya y no haberse dado cuenta de ello. Temió tener que temer una segunda muerte sin haber superado el advenimiento tenebroso de la primera. Debía ser cauteloso —pensó, y, en verdad, no sabía qué pensaba— porque de ser un muerto vivo boliviano, los muertos vivos paraguayos querrían eliminarlo. Pensó que eso, y no otra cosa, era la guerra, esta pesadilla sobre la que sus pasos andaban, un acontecimiento que ocurre siempre en tiempo presente, que se repite hasta el infinito tanto en una vida como en la otra, tanto en un sueño como en el otro. Escuchó, más allá del aciago sonido de sus pensamientos polvorientos, el inconfundible sonido metálico de un machete abriéndose paso entre la maleza de este infierno verde. Apuntó su bayoneta hacia lo desconocido y lamentó no haber tomado las municiones de Quispe ni su pistola de bolsillo. Volvió a recordar a Quispe, volvió a verlo muerto en su recuerdo, con el cuerpo invadido por las hormigas, y se supo con vida aún, supo que todavía no estaba muerto, sin embargo, permanecía aún escondido dentro de sí, un breve dejo de duda.

—¿Quispe?— preguntó, en un murmullo, por si acaso lo veía aparecer de entre los arbustos —¿Quispe?

Más allá de la duda, de ese no saber, ahora temía, por supuesto, mucho más. El miedo, ese escalofrío permanente, había retornado a él.

Sentado junto al charco, con los dedos de su mano derecha jugueteando con el barro y la mirada perdida en un horizonte vago, Paniagua sintió que alguien estaba observándolo. Sujetaba con fuerza la bayoneta y el tronco del árbol como espaldar le servía para no declinar, para estar siempre listo ante cualquier posibilidad de ataque enemigo. Tenía la certeza de que el enemigo que ahora lo vigilaba no era numeroso. Incluso pensó que era un paraguayo extraviado, pero luego se decía: no, los paraguayos no se pierden en este desierto. Tal vez es la mujer, y una breve sonrisa se movía en sus labios secos. Cuando llegó la noche, veloz como un parpadeo, Paniagua supo que iba a morir. No sólo el frío se lo anunciaba sino también la presencia inmóvil del incierto enemigo en la espesura. Decidió que, de no ser la mujer quien se movía allí dentro, moriría disparando todas sus balas, menos una, que guardaría en el caso de que quisieran tomarlo como prisionero y pensaran en llevarlo a Asunción, una sola bala, para sí mismo, para obtener una minúscula victoria imaginaria en medio de una gigantesca derrota verdadera. Contó las balas, lentamente, apenas palpándolas, los ojos casi cerrados, dos, cuatro, siete, diez, quince. Catorce balas para el enemigo y una para mí. Quince balas.

Aún no había muerto cuando volvió a amanecer y su extraña fuerza para sobrevivir llegó a parecerle sospechosa. El hambre, sin embargo, parecía estar cavando agujeros —pozos— en las paredes de su estómago con sus dientes de cal. Los dedos de su mano derecha continuaban hundidos en el barro. Las legañas polvorientas pesaban sobre sus párpados. No quería cerrar los ojos, quería morir con los ojos abiertos, observando el paisaje, qué bello cementerio después de todo, olvidando que alrededor de sí estaba la guerra, la pesadilla, imaginándose ajeno, un insecto. El cielo no tenía nube alguna, era todo celeste. Este celeste ardía, el fuego era de color celeste. Un suave viento soplaba y mecía las ramas de los árboles arrancándoles una ligera música aguda. Pero no pudo aguantar más: bajó los párpados y, una vez más, creyó haber muerto. ¿Cuánto falta?, se decía, con impaciencia. Volvió a abrir los ojos y entre el irresoluto espacio que entreveía, vio una sombra acercándosele lentamente. En principio creyó que era la mujer que volvía a él, pero luego supo que no era ella. Se abrazó a la bayoneta y quiso disparar pero sus dedos no le obedecían. La sombra, a gatas, se acercó hasta el charco que resguardaba Paniagua y, desesperada, se llevó el barro a la boca. Paniagua oía la respiración jadeante de la sombra y creyó estar oyendo su propia respiración hasta hace poco. Hizo un esfuerzo y abrió los ojos para poder ver mejor. Por un breve instante creyó estarse viendo en un curioso espejo del tiempo que lo reflejaba, sí, pero en retrospectiva, un espejo que lo reflejaba haciendo —en presente— lo que ya había hecho. Quiso reír, pero sus labios no le contestaban. Escuchó la voz de la sombra y, con alivio, descubrió que esa no era su voz. Era la voz del enemigo. Quiso disparar pero la bayoneta cayó al suelo haciendo el ruido de un cadáver humano hecho de metal y madera. Sintió sobre los labios un líquido espeso y amargo. Era su propia saliva que se escurría por sus labios entreabiertos. Vio al enemigo cada vez más cerca y luchó consigo mismo para ponerse de pie. Lo logró, apoyándose y rasmillándose la espalda contra el tronco de un árbol. Por un breve instante pudieron observarse frente a frente. El paraguayo no decía palabra alguna. El boliviano se abalanzó sobre él y empezaron a pelear. Cayeron al suelo y lo que sucedía allí era la triste parodia de una pelea. Los contrincantes estaban muy débiles. Los golpes se sucedían lentos, casi no lastimaban al oponente. Sucios de polvo y rendidos por el calor, tumbados en el suelo, ambos dejaron de luchar y se supieron derrotados por una fuerza superior a ellos mismos. El sol dominaba el cielo tanto que parecía que no existía un cielo tras él, el calor que emanaba de su fulgor soplaba un viento espeso, asfixiante. El uno escuchaba la respiración agitada del otro. Más allá de eso, solo el silencio acechaba.

—¿Quién eres?— preguntó alguno de ellos. Paniagua no supo si lo había dicho él mismo o si solamente lo había escuchado venir de algún otro lugar.

Por unos breves segundos se escuchó el trinar de una bandada de canarios que volaban de un árbol a otro.

—Aquí hay agua— dijo el paraguayo —agua.

—Hay que cavar— contestó Paniagua —cavar un pozo.

Paniagua se sentó con esfuerzo y limpió el sudor de su rostro con las palmas resecas de sus manos. Vio mecerse las ramas de los árboles alrededor como se ve el oleaje del mar. Quiso ver sus propios dedos y no encontró más que una imagen borrosa de su mano. De reojo vio que la sombra que estaba tumbada junto a él también se sentaba. La sombra estiraba los brazos y de pronto intentaba ahorcar a Paniagua. Los brazos del boliviano hacían lo mismo y ambos intentaban ahorcarse, como si se tratara de un inocente juego, como si toda esta situación no fuese más que un gigantesco juego diseñado con minuciosidad para que un par de niños se divirtieran.

Alguien rió estrepitosamente y dejaron de ahorcarse, cayeron los brazos. ¿De dónde provenía esa risa?, ¿de las entrañas de Paniagua o de las del paraguayo? Nunca lo sabremos porque ellos nunca lo supieron. Tal vez de las entrañas del desierto. Tal vez del sol. Tal vez de Londres, ¿cómo saberlo? Tal vez de la luna dormida.

—Hay que cavar— dijo el paraguayo y Paniagua pudo ver sus labios secos y resquebrajados a punto de emanar sangre —estoy perdido.

—Yo también estoy perdido— dijo Paniagua.

El paraguayo blandió su machete y el boliviano, al verlo, saltó arrojándose rumbo a su bayoneta. Por un instante ambos se amenazaron y luego sonrieron como si se tratara de una broma. El paraguayo le dio la vuelta a su arma y le extendió el mango de madera al boliviano diciéndole:

—Soy Valdez, Juan Carlos Valdez.

Paniagua sacó la punta de su bayoneta y se la dio.

—Toma— dijo —esta vieja bayoneta estuvo en manos de un soldado como yo en la Guerra del Pacífico— y poco después, como si hubiera estado olvidándose de algo importante: —mi nombre es Juan Carlos Paniagua.

Y volvieron a sonreír. Todo era una broma. El ruido de algunos aviones que pasaron ahora era una carcajada que descendía del cielo, que se confundía con el viento breve, que huía.

—Que se maten los de arriba— dijo Valdez.

—Que se encierren en un cuarto y que peleen a puñete limpio hasta matarse— contestó Paniagua.

Estrecharon sus manos como un par de viejos conocidos.

Paniagua, en el fondo de sus pensamientos, no comprendía lo que estaba sucediéndole, le parecía ilógico, sospechoso. ¿Por qué el enemigo no se comportaba como enemigo?, ¿qué clase de guerra era esta?

Bebieron del charco y descansaron un poco. Sin hablar, evitando decir más palabras, observándose con los ojos inquietos, casi sin parpadear, sus miradas sostenían una ruidosa conversación.

—Yarú— le dijo Valdez a Paniagua después de un par de horas, ¿o habrán sido minutos?, alcanzándole unas hojas que sacó del bolsillo —mastica. Te sentirás mejor, estas hojas son milagrosas.

Paniagua obedeció y sintió que recuperaba las fuerzas.

—Gracias— dijo.

Oyeron un par de detonaciones.

—Debo volver a mi campamento. Aquí hay agua, y ahora tú y yo lo sabemos— dijo Paniagua.

—Yo también, volveré y avisaré a mis superiores— dijo Valdez.

Ambos se miraron directo a los ojos una vez más, ninguno quiso dejar que su mirada cayera primero al polvo de este suelo. Eran enemigos pero, extrañamente, por un momento, habían dejado de serlo. Paniagua, mientras duraba este silencio, recordaba todo lo que había venido pasándole hasta llegar aquí. El frío, el calor, la sed, el adiós, su novia, sus amigos, su familia, el hambre, las hormigas, el cuerpo muerto de Quispe, los demás: Herbozo, Mamani, Chacón, Padilla, Kapquequi, Choque, Thola, Lima, Flores, el polvo interminable, su niñez, los viejos libros de historia del abuelo Fausto, un abrazo, el reloj que le había regalado su padre. Lo recordaba todo, indistintamente, como si el silencio fuera tan largo que pudiera abarcarlo todo, lo recordaba todo como un suceso único, repentino, carente de orden cronológico, que pendía de las nubes. Quiso sonreír, no lo hizo. Vio a Valdez y se vio a sí mismo. Se quitó el quepí, lo estrujó en su mano cerrada en un puño.

Volvieron a darse la mano y cada cual procuró regresar a su regimiento, caminando lento, las piernas adoloridas, los pies arrastrándose, presintiendo que pronto volverían a encontrarse —esta vez, quizás, como auténticos enemigos— batallando con furia, con insultos, con sed, con fuego sobre la tierra del desierto por la promesa muda de este pequeño charco.

 

 [Este relato fue enviado por el autor especialmente para Palabra Abierta]

Rodrigo Urquiola Flores

©Rodrigo Urquiola Flores. All Rigths Reserved

About the Author

Rodrigo Urquiola Flores nació el 1 de noviembre de 1986 en La Paz, Bolivia. Es autor del libro de cuentos Eva y los espejos (Gente Común, 2008) y de la pieza de teatro El bloqueo (Ecdótica Biblioteca Digital, 2011) que ganó el Premio de Escritura Dramática Adolfo Costa du Rels 2010. Sus cuentos" Invisible", "La caída", "La puerta del sol" y "Conversación en el desierto" fueron finalistas del Premio Franz Tamayo 2006, del Premio Copé Internacional 2010, del Premio Franz Tamayo 2011 y del Premio Adela Zamudio 2011 respectivamente. Varios cuentos suyos fueron seleccionados para formar parte de diversas antologías de Bolivia y el exterior. Lluvia de piedra (Alfaguara, 2011), su primera novela, obtuvo la Mención de Honor en el XII Premio Nacional Alfaguara de Novela 2010.

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