Acerca de la novela “El repatriado”, del escritor y compositor Reynaldo Fernández Pavón

Literatura. Novela. Crítica.
Por Miriam Rodríguez Izquierdo.
 

Mucho tiempo estuvo rumiando Reynaldo Fernández Pavón su crónica novelada El repatriado, dudaba si con esa historia se podía hacer literatura, pero en su interior, algo le decía que era necesaria. Poder influir, alertar o convencer para que la demagogia populista no arrastre a los pueblos hacia el caos totalitario, es un propósito muy válido. Reynaldo sintió que esta historia traspasaba los límites personales y locales, y que su proyección se hacía universal por la función que debía cumplir, y ello fue suficiente acicate.

Bien por el autor. Desmitificar la revolución cubana en América Latina es un deber y un objetivo sumamente importante porque allí, en los libros de historia, los alumnos estudian la malvada utopía que —como dice Reynaldo— “ha destruido a millones de seres humanos a su paso por la tierra”.

Es difícil hablar de esta novela cuando se es doliente. Gran parte de los cubanos tiene una historia kafkiana similar que contar, y hasta peor. Se nos despojó de la despreocupada inocencia de la niñez, “ni los niños podíamos estar al margen del proceso”. Fuimos adultos desde la adolescencia porque la revolución nos obligó a tareas que no eran propias para la edad, como enviarnos solos —y solas— a las montañas a alfabetizar, o a recoger café, en lugares inhóspitos, aislados de todo, sin seguridad alguna. Y así alejarnos de los padres, del calor y de la educación de nuestros hogares (proceso que se ha dado en llamar “el destete”). Nos crearon la amenaza del imperialismo para educarnos en la guerra, manejar armas, estudiar táctica militar, participar en preparaciones combativas, y pelear —o morir— en guerras que no eran nuestras. Nos decían que éramos libres de decir lo que pensábamos, pero cuando lo decíamos se nos expulsaba de los centros de estudio, se nos marcaba como criteriosos o conflictivos. La propaganda educaba también en la intolerancia, creyendo solo en la verdad absoluta de la revolución. Y desgraciadamente todavía hay cubanos que no han aprendido la dramática lección de los actos de repudio, —o no les ha convenido aprenderla.

A pesar de todo, las esperanzas de los padres —y las nuestras— nos impulsaban a participar heroicamente con hambre, esfuerzo y miseria en la “construcción del socialismo”. Y se malogró nuestra juventud, pero la madurez, fue mucho más trágica porque ya sabíamos que nos habían estafado. Y de la vejez, mejor no hablar, sobre todo de los que siguen viviendo en la Isla. Es demasiado triste y bochornosa. Naufragaron los sueños, y la vida de cada generación durante seis decenios, fue abortada; Y lo peor es que continúa la pesadilla.

Trabajar y participar por obligación en las “tareas revolucionarias” se hacía cuesta arriba, porque ya no había energías ni impulso para continuar. Se cerraba el camino de la vida: o te vas del país, o mueres en la cárcel, o te resignas a seguir viviendo en cadenas. Cada cual busca su manera de sobrevivir o de salvar a los suyos. Hoy, internet y los celulares inteligentes abren un margen de cierta protección a los disidentes. Antes, morías en la cárcel o te desaparecían, y solo la familia y los amigos lo sabían. Había una impunidad que existe todavía, pero al divulgarse lo que ocurre, sirve de alguna protección.

La novela El repatriado sirve como una amena fuente de conocimiento y alerta sobre los demagogos que cantan al oído de los pueblos las melodías que los pueblos desean escuchar, para engañarlos y pisotearlos: para muestra, un botón, dicen los venezolanos. A pesar de los sinsabores, el escritor nos transmite la honda nostalgia que sienten él, y su generación, por los momentos que vivieron noctámbulos y felices, a pesar de la dictadura. Sonreímos cuando nos recuerda el viejo banco de la entrada de la Escuela de Filosofía y Letras de la Universidad de la Habana, y los sitios a los que todavía podían ir los cubanos; el programa ¨Nocturno¨ que nos aliviaba la carga ideológica y propiciaba la evasión.          Nuestra juventud arañaba la vida con el amor y la amistad, dos ingredientes que en pasadas épocas fueron alicientes genuinos y desinteresados. Nos amábamos porque sí.

El autor nos deleita otra vez —como en su novela El Lirio del Prado—, describiendo la flora y la fauna cubanas, los secretos del monte, las preciosas polímitas, el santuario de la Virgen de la Caridad del Cobre y los Remedios, a la que los cubanos —y muchos latinoamericanos— aman. Y vuelven sus páginas impregnadas de sensibilidad humana y amor hacia sus personajes, que son sus compatriotas; y también la comprensión hacia los trucos y mañas de supervivencia que los cubanos atesoran, y la poesía, siempre la poesía salpicando sus páginas, como cuando describe el malecón habanero como “alfombra de la noche y frontera que se extiende entre el cuerpo insular y el deseo infinito”. ¡Dios! No conocía una imagen poética más abarcadora y hermosa de nuestro malecón. Esta crítica es una invitación sincera a la lectura.

 

 

 

 

 

 

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About the Author

Miriam Rodríguez Izquierdo. Profesora de español. Licenciada en Lengua y Literatura Hispana en la Universidad de la Habana. Comenzó su actividad profesional como asesora en el reconocido grupo Teatro Estudio. Fue directora de la Casa de la Cultura de Bejucal, donde desarrolló una relevante actividad cultural reconocida por la comunidad y los artistas y escritores que formaron parte de la programación de dicha institución. Realizadora de documentales en la televisión cubana. Ha sido corresponsal de prensa de El Alcatraz en Barlovento, trabajo periodístico por el cual ha recibido una condecoración.

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